“Es 2014, tengo 38 años, estoy de vacaciones con mi esposa y mi hija en México. Por primera vez en mi vida había tomado un curso de buceo que terminaba con un descenso de hasta 20 metros en un cenote, esos pozos de agua que confunden belleza con agua salada en la superficie y agua blanda en el fondo, y donde la visibilidad puede ser de hasta 60 metros. Comienzo el descenso, primero en el agua ligeramente verdosa del manglar salado, luego atravieso una especie de capa de neblina submarina, parece nubes, finalmente llego a agua dulce. Frente a mí, el horizonte, pero sobre todo lo Desconocido con I mayúscula. Una experiencia mística que me arrasó. Había experimentado una especie de apertura del corazón en lo más profundo. Me vino la sensación de haber vivido algo revolucionario. En ese momento, todavía vivía en mi templo zen cerca de Béziers. Le dije a mi maestro: “No te imaginas el conocimiento que tenemos los buzos sobre la respiración, sus límites, su capacidad de ir más allá del miedo, de la angustia, de esa forma de impotencia que todos creemos tener. Dejé el templo para establecerme en Sharm el-Sheikh y tratar de vivir esta nueva pasión enseñándola. Y también entré en la competencia.
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